Los colores nos rodean
Sí, es una obviedad, pero yo creo que las obviedades contienen un sustancioso jugo si las estrujas desde el punto de vista que nos interesa, la Fotografía.
Ayer me encontré con mi amiga Laura, pintora, en un bar del centro de la ciudad, para tomar unos vinos. Yo tinto, ella blanco.
Al camarero, negro, le conté, mientras llenaba las copas, que en mallorquín llamamos "negro" al vino tinto. Laura nos recordó que, en inglés, al vino tinto se le llama "Red".
La pintora y yo empezamos a hablar de los colores de sus cuadros, de las formas creadas por las sombras grises proyectadas por sus relieves blancos y...
Inevitablemente, acabamos recordando esos momentos de nuestras vidas en los que habíamos descubierto un color. Ya sabes a qué me refiero: una tonalidad con una identidad propia, un color que pertenece a un soplo exacto, muchas veces fugaz, de nuestra memoria.
Los amigos que enriquecen y los que rellenan
En general, en las reuniones con los amigos se habla del tráfico, de mi coche, de fútbol, de política, del último ligue, de afecciones pulmonares o, si estamos en verano, de mosquitos. En las reuniones de personas menos absorbidas por la idiocia de la sociedad, hablamos de deseos, de nuevas metas, de cómo conseguilrlas, de ser felices y al mismo tiempo ser infelices, de nuevas formas de meditación, pero qué es la meditación, no sé, pero aprendes a vaciar la mente... Ya sabes, mejor vacía que llena de fruslerías.
De una manera u otra, tanto los que se desahogan del picor del mosquito despotricando contra él como los que se enrollan en sí mismos para desaparecer en un acto de concordia en su interior buscamos el equilibrio.
Ayer Laura y yo hablamos de colores. Un buen rato. Me acordé de cuando, hace muchos años, Miguel, pintor argentino, me comentaba la ocasional belleza de los púrpuras que pintan el cielo de la isla mediterránea cuando el sol se ha puesto. "No lo he visto en ningún otro lugar del mundo", aseguró.
Si me retas con un color, le das sentido a mi vida
Me inquietó tanto esa afirmación que me propuse buscar púrpuras en el cielo cada vez que me encontraba en las afueras de la ciudad y el sol se acababa de ocultar en el horizonte.
Tardé semanas en dar con ellos. En comprenderlos. Quiero decir, que no solo hay que saber que existen, además es necesario saber verlos. Y luego, fotografiarlos.
Foto con el sol ya puesto en la costa. Los reflejos púrpuras del mar parecen irreales.
Hace unos pocos años, con el ánimo mío puesto en descubrir una nueva belleza más allá del azul en la isla mediterránea en la que nací, se me ocurrió viajar por el mundo.
Tras unas semanas en Bogotá, acepté resignado los grises que todo lo empapan. El gris es un color. El gris cuenta, aunque sea neutro. Cuando el ser humano descubrió el cero, evolucionamos un paso más hacia adelante. El gris, neutro, cero, también cuenta.
Si en algo coinciden muchos de los nativos de la gran urbe es en definirla con un calificativo: caótica. ¿A que este adjetivo lo visualizas como un gris carbonizado? Sus horas de sol anuales son 1.625, algo más que las que lucen en Londres, famoso por permanecer la mayor parte del tiempo bajo las nubes (1.460 horas de sol anuales). En cambio, en mi isla mediterránea el sol brilla 2.786 horas. No es un récord, pero el mar...
Conocer la Intensidad con que se manifiesta la luz es un grado para aprender el Gran Concepto de la luz con menor esfuerzo.
En la capital colombiana aprendí que los grises pueden revelar una hermosura que en la mayoría de los lugares de este planeta (y más en mi isla mediterránea) desdeñamos.
Si el alma humana está compuesta de momentos felices y luminosos, también lo está de momentos aciagos, tristes, melancólicos. Quizá estos estados últimos se relacionen con el gris y sus diversas tonalidades: plomizos, apagados, cenicientos, sombríos... No concibo un cuadro de color amarillo anaranjado que suscite tristeza.
T R I S T E Z A
T R I S T E Z A
Sin embargo, el abanico de colores, el abanico entero, con sus colores todos, los luminosos y los tenebrosos, es el que define nuestra vida completa. No solo las partes bonitas, esas partes que los cobardes se empeñan en exagerar para creer que todo es de color de rosa, sino todas, juntas. Nuestra vida es un cóctel de miserias y glorias.
La vida no es solo naranja, es también grises
Con el tiempo he ido comprendiendo, ciudad tras ciudad, que los azules de cada lugar son diferentes. Cada uno engendra su propia identidad. Y todos los ciudadanos aman su cielo, sea del azul que sea.
El azul de Madrid, a pesar de ser un azul poderoso, pierde intensidad por la contaminación. El azul de Cartagena de Indias se funde en el aire en un azul puntiagudo. El azul de Bogotá podía desaparecer completamente durante el día, completamente (fíjate en la foto de aquí abajo; si saturo los azules al máximo, no sucede casi nada, ¡y es puro reflejo del cielo!).
Foto a la lluvia sobre el piso de Bogotá, zona Rosa, al mediodía.
El azul de cualquier ciudad del Mediterráneo, en verano, es espectacular, porque el mar ayuda a que el azul se complete en un estallido que refresca el aire. Si saturas cualquier foto hecha a orillas del Mediterráneo verás azul en casi toda la foto, aunque sea invierno y esté nublado:
Esta oveja pasea sobre la nieve en un día completamente cubierto de nubes en las montañas de una isla mediterránea, en invierno.
La belleza del caos
Las tormentas tropicales en Colombia se visten con nubes oscuras, grandes, poderosas, cargadas, que sueltan agua con ganas, a veces, con muchas ganas. Este festival no es de colores, sino de fuerza y de grises: grises oscuros e intensos, llenos de vida, preñados de recuerdos infantiles, aquellos en los que sentíamos miedo cuando... la vida se nos echaba encima.
Jugar con estos recuerdos oscuros entre los dedos es un acto de reconciliación personal con el mundo, con las personas, con la geografía de nuestra alma.
Cuando mi isla mediterránea se cubre con nubes, los contrastes en tierra se diluyen. Los colores, las formas, todo se ve lánguido, aburrido, laxo.
Cada lugar posee sus secretos, sus encantos. En Bogotá el púrpura suele aparecer en lugares tan mágicos como los de mi isla cuando se pone el sol.
Botones de helecho en Quebrada de la Vieja, por la mañana, Bogotá
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